A Pantaleón le adoro, pero hay veces en las que necesito perderle un rato de vista. La semana pasada era una de ellas: mi semana de vacaciones familiares, totalmente monkey-free, con sol, playa y muchos Long Island Iced Tea.
Me subí en el avión más contenta que unas pascuas sin querer saber nada de monos, ni de macarons de frambuesa, ni de belllinis mezclados con orfidales ni mucho menos de asuntos decorativos.
Cierto es que mientras estaba medio dormida y hecha un ocho en mi escueto asiento de turista, me pareció ver pasar de refilón un trozo de bata de seda de ikat allá al fondo, por el pasillo de Business, pero pensé que eran alucinaciones fruto del cansancio aéreo.
Al llegar al aeropuerto de destino comprobé que el cansancio existía pero las alucinaciones no: allí sentadito en su asiento de Business estaba el mismísimo Pantaleón, departiendo amigablemente con una señora americana que lucía en su mano izquierda una esmeralda cuadrada más grande que los azulejos de mi cuarto de baño. Finjí no verle.
“Daaaaaaaaaarling!”
Mierda.
“Pantaleón, ¿qué haces aquí?” le pregunto con una mezcla de irritación y hastío.
“He venido a pasar unos días a casa de Dottie, en Palm Beach” me dice “Me pareció que encontrarías reconfortante tenerme cerca, por si acaso”
“¿Por si acaso qué?”
“Por si acaso te surge una emergencia decorativa, Darling!” me dice el mono, como si fuera evidente.
Oigo una tos y a unos cinco metros de distancia descubro a Abelardo, en un discreto segundo plano, vigilando una montaña de maletas Goyard y un flotador gigante que han traído inflado dentro del avión (también “por si acaso”).
Constato que Abelardo ha adaptado su uniforme de mayordomo al trópico añadiendo un salakof (“por si acaso”) y sustituyendo los pantalones por bermudas y calcetines azul marino hasta la rodilla. No se sabe bien si va de safari o se dispone a hacer la primera comunión, ambas opciones encajan perfectamente con la “tenue”. Antes de que surjan más “por si acasos” me despido de ellos deseándoles una felicísima estancia en Palm Beach y esperando que la ya maltrecha salud mental de Dottie los aguante.
En la playa paso las hojas de unas cuantas revistas de decoración que tenía atrasadas y medito sobre la estacionalidad de la materia: en cuanto llega el buen tiempo no apetece nada hablar de decoración. El primer rayo de sol desplaza la atención fuera de casa y ya sólo apetece hablar de terrazas y jardines.
Los vasos se tornan de plástico, los platos se visten de melamina, los manteles se plastifican e imaginamos toda comida al borde de una piscina o bajo la sombra de un árbol.
Hablar de telas o de tapizados no apetece, y con la primavera en todo su esplendor, uno sólo quiere un trocito de verde. Una terraza, un patio, una esquina de jardín… aunque sea ¡una maceta!
En abril, en París, me di cuenta cómo los parisinos, sedientos de primavera tras sus duros inviernos, habían hecho verdaderas junglas de todo ático a la vista…
Y llenado de verde cada patio interior…

Terraza de Ralphs, el restaurante de la tienda de Ralph Lauren en París. Comer no se come bien, pero el sitio es precioso.
El jardín urbano es uno de los lujos más grandes que hay: un pedacito de verde propio en mitad de una ciudad. Desayunar al aire libre. Cenar entre farolas y estrellas. El ático romano de Jepp Giambardella en la “Gran Bellezza” inspiró en mi la misma envidia que las curvas de su estupenda novia en nuestro querido Abelardo.
Mi terraza apenas mide 3m x2m y a duras penas me cabe una mesita redonda, plegable, para organizar cenas románticas… (forzosamente han de ser románticas, en la mesita solo pueden comer dos)
A mi diminuta terraza le puse un césped artificial. Es cierto que dá el pego porque, dentro de los artificiales, me hice con el mejor que me podía permitir, pero es artificial. Y lo sé. Mi “bosque urbano” se limita, me temo, a una acumulación de macetas.
Todas mis macetas son de terracota, pero demasiado “nuevas” para satisfacerme plenamente. Porque la maceta de terracota, tan española ella, me chifla, pero cuánto más vieja “descangallada” mejor…
Miro las mías con ojo crítico y me planteo cómo estropearlas adecuadamente. Enterrarlas en tierra no sirve porque lo he probado. Mojarlas tampoco ayuda mucho. El musgo imposible en el seco clima de Madrid. Si alguien sabe cómo estropearlas adecuadamente, le ruego lo comparta. Nada supera ese arte tan español de la acumulación de macetas de barro, en distintas formas y tamaños. Nada mejor para dar carácter a una terraza o un patio…
Para disimular lo pequeñita que es mi terraza, le he colocado un espejo en la pared. Truco fácil y altamente recomendable. Además, como buena fan de los contrastes de texturas, me apasionan los espejos en el exterior: nada contrasta más con la alborotada y rugosa naturaleza que una lámina lísa, estricta y fría…
A mi terracita, por la noche le añado un sinfín de velas encendidas…
Y a veces también mis “luces de emergencia“…
Y con esa pocas cosas, las macetas, el espejo y unas velas encendidas, mi rinconcito de nada se convierte en un lugar especial. Un buen vino (fresquito, que ya hace calor y una buena conversación) y mi metro cuadrado de exterior, con vistas a un concesionario de coches, se convierte en un sitio tan mágico como cualquier lujoso ático del mundo.
Tumbada en mi hamaca al sol de la verde y frondosa Florida sonrío mientras pienso en la paz y la serenidad de mi terracita cutre. Pero la paz no dura mucho: suena el móvil.
“Daaaaaarling!” me grita el mono al teléfono “¡Venme a recoger!”
Lo bueno nunca dura lo suficiente.
(Continuará…..)
PD: Pido disculpas de corazón por la tardanza en escribir. Además del viaje a Florida han estado pasando muchas cosas “extra” estas semanas, que ya os contaré. Prometo volver al redil y ser más constante en los posts. ¡Disculpadme!