Durante los días anteriores a la llegada de Pantaleón su ático se convirtió en la meta de una continua peregrinación de pintores, floristas, limpiadoras y planchadoras que preparaban su inminente llegada. Abelardo, a dieta de tres Lexatines diarios (más un Fortasec preventivo) para poder gestionar su estado de febril entusiasmo, se mordisqueó las uñas de ambas manos hasta el muñón. Yo asomada al balcón de mi mini terraza oteando el horizonte (es un decir, en Madrid no hay horizonte) en busca de señales de la llegada del mono de marras. Y de repente: CLONK!. Cae a a plomo, mi lado, un ancla negra grandísima con un cabo azul atado a ella…
Tiembla la terraza entera. Antes de haberme recuperado del tremendo susto y sin haber superado aún el shock de mi cercano encuentro con la muerte por ancla en plena calle Concha Espina oigo por encima de mi cabeza: “Yuuuujuuuuuu, daaaaarrling!” y levantando la vista al cielo alcanzo a ver, unos metros por encima de mi, al simio de marras, asomado a la cesta de un globo aerostático. Veo que su capacidad para sorprender (y molestar) sigue intacta.
Varias horas más tarde, mientras Abelardo deshace su equipaje, Pantaleón me invita a un té en su terraza. “Darling, esto no es un regreso cualquiera, es el exilio” me confiesa el mono “fue ver esas cortinas en el despacho oval y comprender que tenía que irme. Que fueran amarillo dorado podría haberlo superado con las debidas horas de terapia” me dice “pero eso no es lo grave, lo grave es el largo….” me mira intensamente, cierra los ojos y con una mueca de dolor añade: “no reposan, darling, NO RE-PO-SAN… ”
Sacrilegio. Excomunión. ¡No reposan¡!. Y claro, había que irse.